La columna de Andrea
Ya habéis decidido casaros, estáis convencidos de dar el paso más importante de vuestras vidas, vais a hacerlo. Los más soñadores tienen las ideas claras, sabéis con quién, el cuándo, el cómo, pero ¿y el dónde? Ahí está la pregunta del millón que marcará el éxito o el fracaso de vuestro gran día.
Cuando de pequeña, y no tan pequeña, soñaba despierta con mi gran día hasta la cara de mi acompañante se veía borrosa. Yo no pensaba en sí pondría lubina o solomillo, si mi vestido sería palabra de honor o tendría un cuello chimenea, solo me venían imágenes de mi misma con mi gran vestido rodeada de jardines en una finca de ensueño, con muchos verdes y cantidades inmensas de flores. Solo se veía sin pixelar el escenario natural y romántico en el que celebraría mi día, un lugar que se asemejaba mucho a la Antigua fábrica de harinas.
Cuando con B de boda me pidió ir a conocer la Antigua fábrica de harinas solo pensaba en el calor de junio y en mis seis meses de embarazo. Otra finca de bodas más, me dije para mí misma. Al llegar, un gran portón y una antigua fachada ocultaban todos los secretos que albergaba ese lugar. Al cruzar el umbral de esa puerta un soplo de aire fresco hizo que me olvidara de las altas temperaturas del verano y un olor leñoso y a hierba recién cortada me hicieron olvidar que estaba ahí por trabajo, el caos y la vorágine de la capital se quedaron atrás en décimas de segundo.
La luces y las sombras de esa entrada a la fábrica no eran más que unas simples cómplices de la belleza que me encontraría al dar unos pasos más. Un destello de sol mañanero me indicaba el camino al paraíso, otro escalón más y ahí me detuve. Parada ante esa maravilla encontré un paraíso en Torremocha del Jarama. A la izquierda un balcón digno de ser nombrado en cualquier infortunio romántico de la literatura occidental. A la derecha un camino de césped verde enmarcado por árboles cipreses que indicaban el camino a un edén terrenal. Ese paseo incitaba a ser recorrido a pasos relajados y de la mano de un gran amor.
El sonido del agua, el cantar de los pájaros y los colores morados de las flores que adornaban ese jardín hicieron que me quisiera quedar a vivir allí, entre árboles, flores e historia. Se respiraba paz y tranquilidad. Ese escenario no era una simple finca de bodas, era la historia nunca contada de un hombre que supo encontrar castillos entre ruinas, que encontró belleza en los vestigios que alguien dejó, la historia de una familia y un deseo en común: ser partícipes de cientos de historias de amor.
Se me olvidó que estaba trabajando, no podía parar de hacer fotos, de mandarlas a mis grupos de whatsapp y, lo reconozco, también subí alguna que otra foto a mis redes sociales. Tenía que “fardar” de un trabajo que me llevaba a lugares como este. Lugares que visitarías encantada sin un salario de por medio, simplemente por admirar y contemplar una belleza de tal índole.
Ese lugar desprendía serenidad y romanticismo. Mi vista no paraba de encontrar rincones bucólicos por doquier, cada uno más bonito y con más gusto que el anterior, únicos y singulares. Aún se podían contemplar elementos del antiguo molino, ese lugar aún conservaba huellas de su gran historia.