Los museos son una parte esencial de la humanidad. De todos y de cada uno de nosotros. Un mundo abierto al conocimiento, a la difusión de la cultura y a la salvaguarda de la historia y el patrimonio. Una institución creadora y también una muestra del poder y las esencias de un país.
Pues bien, entre tanto aprendizaje y desarrollo, esos espacios de razón y erudición también han pasado a ser en los últimos años lugares para la celebración y sitios para la puesta en escena de muchos tipos de eventos. Se trata, más bien, de aprovechar económicamente las posibilidades de esos lugares, al tiempo que se acerca el conocimiento a un público general. El Museo Guggenheim de Bilbao o el Museo del Traje de Madrid ya lo están poniendo en marcha. Entre sus paredes ya existe la posibilidad, por ejemplo, de celebrar bodas.
Inteligencia y sensibilidad
No obstante, no vamos aquí a hablar de esa opción -que ya abordaremos en otra entrada- sino de cierto contenido que habita dentro de alguno de ellos. Y estamos haciendo referencia a determinados cuadros y a ciertos museos de pintura, aquellos que albergan algunas de las más grandes obras pictóricas que han abordado el universal concepto de la boda y el vínculo humano del matrimonio. Ya que nos podemos casar en ellos, aprovechemos su contemplación para ser todavía más felices.
Como os podéis imaginar, el arte de la pintura nos ha proporcionado cientos de obras relacionadas con esa temática, en especial durante el siglo XIX, momento histórico que alberga el Romanticismo y que fue una muestra, por momentos violenta, de la desnudez del hombre frente a los sentimientos. Pero en los siglos anteriores muchos de los más insignes pintores ya componían escenas de boda y retratos de matrimonios desde diversas perspectivas y, eso sí, en la más pura tradición cristiana: la unión sagrada del matrimonio.
Nosotros aquí hemos seleccionado ocho de esas pinturas imprescindibles, ocho maravillosas muestras de inteligencia y sensibilidad para dar cuenta, desde diferentes perspectivas, de esa unión universal y sagrada. Solo nos queda que, en la medida de lo posible, dediquéis un tiempo a contemplarlas y a admirarlas -los títulos enlazan a ellas-. Dicen y cuentan mucho. Y si estáis organizando vuestra boda, con mayor motivo.
Lorenzo Lotto
Micer Marsilio Cassotti y su esposa Faustina (1523) – Museo del Prado
Estamos ante el retrato de unos recién casados, un matrimonio de jóvenes nobles italianos. Un retrato matrimonial lleno de simbología, tan irónico como extraño. El cuadro de Lotto (1480-1556) ilustra el momento culminante de la ceremonia: cuando Marsilio se dispone a introducir la alianza en el tercer dedo de la mano izquierda de Faustina.
Pero en la escena sobresale especialmente la sonrisa pícara e irónica de Cupido -dios del deseo amoroso-, que domina el cuadro y los envuelve. Una sonrisa perturbadora, enigmática… Cupido, además, sostiene entre sus manos un yugo con el que los acerca en ese espacio cerrado. ¿Un yugo? Una clara alusión a lo que representa el matrimonio.
Paolo Veronese
Las bodas de Caná (1562 – 1563) – Museo del Louvre
A modo de curiosidad, diremos que se trata del cuadro más grande del Museo del Louvre de Paris: tiene más de seis metros de alto por casi diez de largo. Se encuentra además en la misma sala que La Mona Lisa y frente a ella. La pintura, que es un auténtico carnaval efervescente de luces y colores, fue concebida por Veronese (1528-1588) para el refectorio del monasterio de San Giorgio de Venecia, de donde se la llevaron las tropas de Napoleón cuando entraron en la ciudad en 1798.
El cuadro representa uno de los más conocidos episodios evangélicos: el primer milagro de Jesús, recogido en el Evangelio de Juan. Jesús de Nazaret, la Virgen María y algunos de sus discípulos están invitados a una celebración nupcial en la ciudad de Caná (Galilea). Cuando al final de la fiesta se acaba el vino, Jesús pide que las tinajas se llenen con agua, agua que él convierte en vino.
Aunque la simbología parece llevar a un segundo plano a los recién casados, la pintura es también una particular muestra de la tradición nupcial.
Jan Brueghel el Viejo
Boda campestre (Hacia 1612) – Museo del Prado
Un cortejo nupcial avanza delante de una iglesia rural. El futuro marido, al frente de un grupo de hombres con una flor en la mano, símbolo matrimonial. La novia, detrás, encabezando el grupo de mujeres. Ambos van vestidos de negro, como era habitual en la moda del siglo XVII y en épocas anteriores, en las que los vestidos de novia podían ser de diferentes colores. El blanco llega mucho tiempo después.
El cuadro es una muestra perfecta de las tradiciones rurales y, en este caso, de una parte de la ceremonia nupcial, tan importante en esa época. Músicos, niños jugando, perros, la iglesia, las casas, las piedras, los árboles, el bosque, el horizonte… todo compone una escena convencional de vida cotidiana en la que el paisaje y la Naturaleza toman un especial protagonismo.
Francisco de Goya y Lucientes
La boda (1792) – Museo del Prado
El maestro aragonés (1746-1828) nos presenta otro cortejo nupcial y un matrimonio, pero el llamado de conveniencia. Así que, el tema central del cuadro es el matrimonio desigual y por interés, tan propio en esa España de realidades extremas y diferentes.
La pintura queda explicada perfectamente en la web del museo: “La escena, que se desarrolla bajo un gran arco o puente de piedra, presenta un cortejo nupcial presidido por la desigualdad: una joven decidida y bella va a casarse con un hombre feo, pero rico, que se apresura tras ella, intentando detenerla…”.
El conjunto, entre otros personajes, lo completan el padre de la novia; las mozas, amigas de la novia, que sonríen con maliciosa envidia; un cura, que parece reírse del padre; y un joven, quizá un pretendiente rechazado, que mira alterado a la comitiva. Todos ellos concebidos con esa deformación caricaturesca tan propia del autor. Para reflexionar.
Mariano Fortuny
La vicaría (1870) – Museo Nacional de Arte de Cataluña
Fortuny (1838-1874) fue uno de los artistas españoles más importantes de su época, en parte opacado por la grandiosidad de Goya, que le precedería unos años antes.
La escena central de La vicaría es, efectivamente, una vicaría -imaginada- en la que se está firmando un contrato de matrimonio, todo envuelto en un sugestivo clima de luz y color. Los novios, acompañados de los testigos, amigos y familiares se arremolinan junto a la mesa de la firma. Su elegancia contrasta con la de otro grupo, un torero y una manola -el pueblo llano-, que esperan su turno.
La obra, que tuvo un gran éxito en París, es la culminación del arte, el virtuosismo y el rigor del pintor catalán.
Stanislas Lépine
La boda en St. Etienne du Mont (1878 – 1880) – Museo Thyssen-Bornemisza
Se trata de una pequeña tabla que pueda parecer que estamos ante una muestra más del arte impresionista del XIX, pero Lépine nunca lo fue. Lo que sí es es espontánea, delicada y un sutil ejemplo del amor del autor por París, por sus gentes, por sus calles, por su vida frenética y alocada. Lépine fue un contador de anécdotas y del devenir diario y convencional de la ‘ciudad de la luz’.
Vemos a los invitados a una boda, con los novios en la parte central, distribuidos por la escalinata de la iglesia siguiendo el perfil vertical de la iglesia. No hay detalles, sino una bella disposición asimétrica de la fachada, de la ciudad y del cielo. La luz difusa y suave de París.